Una vez estaba de viaje. Un viaje sin prisas ni destinos, sólo mi mochila y la libertad.
No tenía responsabilidades ni obligaciones con nadie. Tenía algo de dinero y, si me faltaba, podía trabajar por el camino. ¡Era libre como el aire!
Pero… no sabía qué hacer con tanta libertad. Sentía que tenía que estar viviendo una experiencia impresionante y cuanto más pensaba en qué podía hacer, más confundido estaba.
¿Te suena? Esa es la paradoja de muchos mileniales. Estamos mejor preparados y hablamos más idiomas que ninguna generación anterior. Vivimos en un mundo donde moverse, es más fácil que nunca. Aún no tenemos hijos (la mayoría) que nos amarren. Sin embargo, vivimos frustrados porque no sabemos QUÉ HACER. Incluso nos sentimos culpables porque deberíamos estar haciendo algo grandioso. ¡Deberíamos estar salvando el mundo! (Hmmm… no creo que nadie pueda salvar el mundo) ¡Salvar las selvas tropicales! ¡Los océanos! ¡Parar las guerras! ¡Encontrar el remedio contra el cáncer! De pequeños siempre nos decían que llegaríamos lejos, ahora no podemos quedarnos aquí parados.
Esa paradoja es nuestra gran suerte. Tenemos una oportunidad que otras generaciones no han tenido. ¿Cuantas madres de las generaciones anteriores no viven frustradas porque no han podido tener más carrera que ser madres (y no son reconocidas por eso)? Claro que ser madres les hace felices, y es algo maravilloso, pero a más de una le hubiera gustado poder estudiar también.
Lo que te falta es saber aprovechar tu libertad. En la escuela te enseñaron el Teorema de Pitágoras, el análisis morfosintáctico de las oraciones, a obedecer, ¡algunos hasta a rezar!, pero nunca te enseñaron a encontrar tu camino. Dile camino o vocación, destino, llamada, como quieras. Estás confundido porque sólo miras afuera, ves un montón de cosas interesantes, pero no sabes ver dentro de ti. Hace falta un poco de espiritualidad. No, no se trata de ponerse en plan New Age, aunque a alguno le puede servir. Sino de encontrar el sentido de la vida, tu misión. Eso que a mí me faltaba en cierto momento del viaje.
Quienes sí tienen clara su misión en la vida son los árboles. Según Hermann Hesse:
En sus copas susurran el mundo, sus raíces descansan en lo infinito, pero no se pierden en él, sino que persiguen con toda la fuerza de su existencia una sola cosa: cumplir su propia ley, que reside en ellos, desarrollar su propia forma, representarse a sí mismos.
Un árbol dice: en mi vida se oculta un núcleo, una chispa, un pensamiento, soy vida de la vida eterna. Es única la tentativa y la creación que ha osado en mí la Madre Tierra. Mi misión es dar forma y presentar lo eterno en mis marcas singulares.
Un árbol dice: mi fuerza es la confianza. No sé nada de mis padres, no sé nada de miles de retoños que todos los años provienen de mí. Vivo hasta el fin del secreto de mi semilla, no tengo otra preocupación.